Caracol

Por Claudio Fernando Sprejer

En mi patio tengo unas cuantas plantas, y una fauna que si sólo me la pongo a pensar me asusta un poco. Tengo alguna que otra lagartija, hormigas (de las culonas y de las chiquitas), alguna que otra cucaracha asoma cada tanto, babosas que salen de noche y aparecen de la nada, mosquitas (de esas que rondan las cloacas), alguna mosca y, cada tanto, un moscón. Si no vacío los cacharros cada tanto también tengo mosquitos y ladridos de perros de vecinos. De vez en cuando caga alguna paloma y, si están de onda, pasan las bandadas de cotorras saludando. Alguna que otra mariposa visitó mi patio también y, cuenta mi familia que, estando yo de viaje (por suerte), hubo que correr a escobazos a dos ratas que se metieron de alguna manera detrás del horno de la cocina.
Esos días en los cuales el calor aprieta salen todos, se trepan por ahí a morfarse algún resto de galletita, a pasear por las mesadas o, simplemente a molestar. Alguna vez se me ocurrió pensar que, a pesar de que los impuestos los pago yo, todos convivimos en el patio y que salir es nada más que su forma de avisar que se viene la lluvia, o que te pongas la gorrita al salir a caminar…ellos no conocen las complejas reglas del trabajo remunerado, pero viven con nosotros en casa.
Una vez y sólo una vez pasó algo que aún no me explico: se apareció un caracol. Ahí estaba él, pegado a la maceta de la santa rita. Me sobrepuse al asquito inicial y lo miré con cierto respeto. ¿De dónde saliste, querido? (cuando algo me da miedo, a veces me sale hablarle)
Fueron a lo sumo cinco segundos en los que pensé qué debía hacer… ¿lo agarro de la casita y lo despego? ¿Le tiro sal cual babosa? Pero me fui y ahí quedó.

El calor húmedo de diciembre arreciaba en Buenos Aires, a la mañana tempranito el pasaje era puro silencio. Los sonidos que se escuchaban eran de la fauna que pasaba por el patio o del motor de la heladera que sonaba y paraba a cada rato. Cada tanto a lo lejos algún bondi aceleraba y rompía la monotonía del momento. Se me ocurrió pensar en el caracol y salí. Desde mi empírico punto de vista, me pareció que un poquito se había movido, hacia la izquierda y hacia abajo; acercándome un poco más lo corroboré porque me puse los anteojos para ver de cerca y pude ver una especie de caminito de baba.
El sonido de la pava eléctrica invadió mi atención y me levanté de mi torpe posición de arrodillado observador, hubiera jurado ver al bicho asomándose, pero no podía dar seguridad.
Abrí la alacena y tomé el frasco de yerba para verterlo en el mate cuidadosamente. Armé la montañita y tiré, de un lado, el chorrito de agua fría. Le di unos golpecitos al culo de la calabaza y, con paciencia, acomodé la bombilla. Pasé el agua de la pava al termo y me volví hacia el patio para sentarme. 
A la mañana temprano uno le presta mucha más atención a los detalles. Me cebé el primer mate y sorbí mirando la maceta con las rosas rococó. Me acerqué porque vi algunos pimpollos. A su derecha, algunas hojitas color rosa fuerte ya se habían caído de la Santa Rita. Por detrás pasaba, a la altura del zócalo, una hilera de hormigas chiquitas, que parecían caminar en dirección a la cocina. Pensé en rociarlas con hormiguicida, pero al segundo entendí que tamaña decisión molestaría al único caracol que habitaba la maceta de adelante.¿Cuáles son los derechos que asisten a los animales que habitan mi casa? De pronto pensé que, el hecho de pagar impuestos no me daba autorización para organizar una acción de exterminio sin consecuencias. Después de todo, ¿Quiénes eran los habitantes primigenios de mi casa? ¿Quiénes estaban ahí antes que a mí se me ocurriera comprar, mudarme, poner plantas y tomar mate?

Sorbí más profundo hasta que se escuchó claramente el ruidito del mate. Volví a mirar el caminito. Desde lejos, intenté ver todo en perspectiva. Tomé otro sorbito más. Tuve la sensación de percibir aroma a jazmines. Me incorporé y, dando dos pasos hacia atrás, tomé el termo de medio litro con una mano y volví a acercarme a las dos macetas con el mate en la otra mano. En cuclillas, vertí un poquito de agua caliente en el porongo para que apenas toque la bombilla y el agua, ya sin quemar, se deslice suavemente hacia la yerba mojada. En un rápido e instintivo movimiento, volqué un buen chorro de agua entre la casa del caracol y la maceta blanca. En unos segundos, vi como se despegaba la casita y caía contundentemente hacia el suelo. El sonido fue claro porque en ese mismísimo segundo de destrucción no pasó ningún pajarito ni frenó ningún bondi a lo lejos ni sonó el motor de ninguna heladera, sólo fue el sonido de la casita cayendo.
Me incorporé para tomar una servilleta de papel y, sobreponiéndome a la impresión, tomé rápidamente la casita del caracol y, sin siquiera fijarme si estaba el bicho adentro, la tiré en el tacho de basura. Por las dudas, anudé la bolsa no vaya a ser cosa de que el bicho esté vivo y se raje y se le ocurra caminar por la cocina y molestar como si nada pasara.
Tomé el hormiguicida en aerosol y disparé dos, tres veces, hasta que vi como las hormiguitas quedaban tiesas pegadas a la pared y el caminito perdía continuidad.
Dejé el envase con el veneno al lado del jazmín, en señal de amedrentamiento. Respiré hondo y, termo y mate en mano, volví a sentarme en la reposera para contemplar el solcito que asomaba. Me pareció que justo pasó volando un carancho. Debe ser por eso que se ven menos palomas últimamente.
No jodamos, pensé. El que paga los impuestos soy yo.
Con la mano izquierda apenas reacomodé la bombilla, desplazandola un poquito desde la punta hacia el centro. Mientras volcaba el agua sobre el mate y sorbía, recordé que no me había lavado las manos. Quizás este mate tenga algo de veneno, quizás en un rato alguien levante mi cuerpo inerte y lo arroje dentro del tacho de basura. Y le haga un nudo a la bolsa. Y tire mi casa abajo. Y pague mis impuestos.

Foto de Romina Aragón




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