Besos

  Por Claudio F. Sprejer


Tuvimos aquel encuentro de miradas en el exacto momento en el que ella me acomodó el pañuelito sobre mi cuello frente al espejo del baño, entonces sentí lo que sentí. Fue al mismo tiempo en el que comprendí que había sentimientos que no necesitaban explicación alguna, que se entendían en el mismo instante en el que sucedían. La tele se escuchaba sonar desde el comedor. Minutos antes, casi a la pasada había visto la cara de uno de los de la junta militar diciendo vaya a saber qué cosa por cadena nacional, así que casi por reflejo pasé de largo y entré al baño dejando sin querer la puerta abierta, lo que desencadenó la entrada de Victoria y las miradas. Silvi había percibido todo, así que me advirtió enseguida que ella tenía novio en Buenos Aires, por lo que en la despedida de aquella madrugada me limité a darle el teléfono del negocio de mi viejo para que me llamara algún día, pero eso lo hice sin albergar ninguna esperanza. Como me quedaban unos billetes más de reserva después de haber acertado en el casino, volví unos días a Mar del Plata a lo de mi amigo el bocón. Ellas se quedaron en Villa Gesell.

A los pocos días, al volver a Buenos Aires me reintegré al negocio , un trabajo fácil y bien remunerado para mis pretensiones de gastos y con acceso a ciertas licencias como tomar cantidades enormes de licuados de banana en el bar de enfrente sin pagar.  Casimiro, el dueño del bar, me esperaba a eso de las seis y media de la tarde con el tablero de ajedrez preparado para enfrentar al viejo sordo en lo que era para mí la actividad más importante del día. Pocas cosas me levantaban tanto la autoestima como los parroquianos parados alrededor de la mesa elogiando el estilo posicional de mi juego.

Cuando sonó el teléfono negro en el laburo, y la cajera me dijo que estaba Victoria al habla, pensé un segundo antes de atender: - ¿Y ahora, qué hago? - Tragué saliva, respiré profundo y hablé con el escepticismo de alguien que se sabía un perdedor. Me puse de espaldas a la cajera impertinente y celosa.

  • ¡Hola! - habló Victoria entusiasmada y con una dulzura que me llenó de confianza. Volvió a mí aquella escena del baño, pero esta vez el plano del recuerdo apuntaba a su malla enteriza verde agua y sus pezones que apenas se transparentaban -

  • ¡Qué sorpresa! ¡Me llamaste! - balbuceé de manera torpe -

  • La verdad es que desde que volví de Gesell quería llamarte, pensé mucho en vos... - y se escuchó un breve silencio seguido de una respiración - ¿No querés que nos veamos? 

- Fue muy directa. Mi corazón latía fuerte y mi voz se empezó a escuchar ya con algo de tartamudeo. -

  • El sábado pensaba ir al Luna Park a ver una pelea de box.

- No podía haber una invitación más ridícula que se pudiera hacer a una mujer en tren de seducción. Ni siquiera se me había ocurrido pensar en un plan más coherente, sólo tuve el egoista intento de insertarla en mi plan. -


  • ¿Querés venir? - dije casi obligado pero tímidamente. Cerré los ojos -

  • Nunca fui...- Hubo otro segundo eterno de silencio - ¡Dale, vamos! ¿Cómo hacemos?

  • Dame tu dirección y te voy a buscar.

  • Voy a estar en lo de Silvina, me quedo a dormir, así que si querés pasá por ahí.¿A qué hora es?

  • Creo que a las diez. ¿Paso a las nueve?

  • ¡Listo! Te espero. Un beso.

  • Otro. Nos vemos el sábado.

  • ¡Chau!


Al cortar, sentí tanta felicidad como terror.

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La pasé a buscar, previa charla telefónica con mi amiga Silvina con respecto al tema del novio anterior. Como aquello, según ella, aún no estaba definido, se me fueron un poco las ganas así que me preparé para una salida cobarde, sin avances, lo cual me ponía a priori en algún tipo de lugar de comodidad.

La noche estaba hermosa, caminamos por Corrientes iluminada hacia el bajo, a la altura del Palacio de la Pizza empecé a soltarme un poco, así que la pasamos bien, sentía que había cierta química entre nosotros. Su pullover de rayas me enloquecía y perfume a lavanda que percibí cuando se me acercó tan pero tan cerquita me estaban enamorando. Ella, siempre como una chica resuelta, me intimidaba un poco, se movió entre las trompadas del campeón Tito Yanni que iba marcando la cara de su sufrido contrincante como si hubiese visto boxeo toda la vida. Cuando Yanni noqueó, me dijo que tenía hambre. Caminamos. No sé porqué - nunca las entiendo -, pero esta vez no escondió su mano tibiecita dentro de mi brazo al caminar, como había pasado en aquella madrugada de Gessell. Comimos una chica de muzza y dos fainás con coca. La dejé en la puerta de la casa de Silvina. Me prometió una próxima vez junto a la invitación a una cena con cocina hogareña por parte de ella que yo no creí. Me fui. Me volví en el bondi ochenta y seis sin poder evitar castigarme por mi falta de iniciativa, eso hizo que me poseyera cierta sensación de amargura.

A medida que pasaron los días, mi olvido fue eliminando paulatinamente la frustración de aquella salida al Luna Park.

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Dos meses después, fue Silvina la que me contó que su amiga finalmente había terminado con el novio. Pensar en Victoria durante este tiempo me había hecho bien, porque me ayudaba a tapar otra peor herida de eterna y dilatada no concreción con otra chica con quien teníamos una enfermiza (para mí) y normal (para ella) relación de amistad. Caminábamos de la  mano, a veces abrazados, y hablábamos horas por teléfono todos los lunes y los miércoles. Mis amigos del club, quizás con malicia o tal vez con ingenuidad, me preguntaban: - ¿Pasa algo con Juani?

Días después, me decidí a tomar la iniciativa, así que le dije a la cajera: - Me voy para la oficina de atrás porque tengo que hacer una llamada importante - Pensé que ella querría levantar el tubo del teléfono de adelante para escuchar mi conversación, así que, mientras marcaba, trataba de estar muy atento al "click" que indicara el intento de intromisión. La llamé a Victoria, esta vez la invité al cine. Aceptó contenta y rápido, por lo que pude sentir quizás por primera vez la tranquilidad de haber sido yo el que había movido la palanca. Tuve cierta certeza de que yo le gustaba. Me permití repasar mucho más detenidamente la escena del espejo, sus ojos marrones mirándome, su cara seria como no dejando entrever ningún sentimiento, su respiración, su mano haciendo el nudo del pañuelo en mi cuello, la malla enteriza, su pelo castaño suelto, sus hombros bronceados...


El encuentro fue el veinticuatro de mayo. Llovía. Tal como habíamos quedado, la pasé a buscar esta vez por su casa. Ella, al bajar, me comentó que vivía sola, eso me puso aún mucho más inseguro.

La película elegida por mí fue “Escape a la victoria”, con Sylvester Stallone y Pelé sumado a otros conocidos futbolistas de los setentas y ochentas. Definitivamente parecía ser tan mala como lo fue aquella invitación a noche de boxeo en el Luna Park.

Yo no tenía ninguna estrategia, nada ni siquiera cercano a lo que me salía tan bien cuando jugaba ajedrez, así que, asumiendo que era de ella la superioridad en el campo de batalla, me resigné a ver la película como si me interesara.

Victoria apoyó su mano apenitas sobre la mía. Muy temeroso, le apoyé mi otra mano. Entonces ella me fue llevando a una confianza de  dedos jugueteando el uno con el otro. Me acarició la cara con la ternura justa. Entonces pude animarme a mirarla y, después de un inexperto movimiento, la abracé. Respiré bien profundo aquel perfume. Muchas veces. Mi vida completa se proyectó en esa inhalación lavanda.

En la pantalla, los jugadores se enfrentaban a un equipo de nazis y debían ganar un partido de fútbol para lograr su liberación. En las butacas del cine yo sentía que también luchaba por mi libertad.

Victoria me besó en el cuello y me miró con todo el amor de sus ojos pardos, entonces respondí con otro beso en su mejilla.

Imprevistamente, se detuvo la proyección de la película y se encendieron juntas todas las luces del cine. Nuestros primeros arrumacos nos dejaron expuestos. Nos miramos sin entender. Nos soltamos con vergüenza.

De pronto, comenzó a escucharse de fondo el Himno Nacional Argentino. Todos en el cine se pusieron de pie. Mucho no nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. Resultó que al ser las doce de la noche, comenzaba el veinticinco de Mayo, día de la patria. En mi cabeza, conecté al evento con una necesaria exacerbación del patriotismo, así que, aunque fuera dentro de un cine perdido en Buenos Aires, debíamos pararnos y cantar, no sea cosa de tener un problema con algún cana o milico vestido de civil.

Cuando finalmente terminó la ejecución, se escucharon aplausos y gritos de “Argentina, Argentina”. Nos volvimos a mirar con Victoria, compartíamos ambos una dolorosa sensación de vergüenza ajena. Tal vez la situación nos había terminado de unir.

Se apagaron las luces y, como si nada, prosiguió la película. Pelé hizo un gol de chilena dentro de una escena que tuvo tanto dramatismo sobreactuado como el que yo había sentido en mí con el episodio del himno. Pensé en mi propia película, en mi amiga Juani, acurrucada sobre mi cuerpo en la puerta de su casa. En nuestra cara mojada por la lluvía, en ella cada vez más apretujada contra mí, en el placer de nuestros cuerpos juntos, calentitos, y en mi cabeza disparando: "¡decile que la amás, forro!", en el envidioso tipo del camión de  basura que de la nada gritó: ¡Puta! Y entonces  mi amiga  soltándome al instante cual resorte.

Volví a mirar a Victoria, tuve el fuerte deseo de mordisquear esos pechos… Mentras tanto, los presos de la cárcel se rebelaban ante los nazis cuidadores que habían perdido el partido de fútbol con nuestros héroes. Todo muy obvio.

Cuando finalmente terminó la película, el salir a la calle nos relajó. La lluvia y el frío nos empujaron a abrigarnos otra vez el uno con el otro hasta abrazarnos fuerte. Volvió a mí aquel perfume lavanda y me sentí seguro, la garúa me estaba empujando al amor. Caminamos un poquito más hasta que me paré y, en una esquina mágica, con todo mi miedo a cuestas, le di un beso en la boca. Fue un piquito con sabor a lavanda y humedad. Sentí mis labios un poquito más cremosos y dulces. Algo me hizo cosquillas dentro de mi ropa interior. No sé porqué, pero recordé a mis compañeros del colegio técnico. Me tranquilizó la certeza de no tener que mentirles nunca más. Al tercer beso metí la lengua, pero ella no. Al cuarto, me sentí todo un Humprey Bogart. 





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