Resonancia sonancia sonancia...

Autor: Claudio F. Sprejer

No pude dormir más pero, a diferencia de otra infinidad de veces, no me resistí. Me levanté y comencé mi ritual de café y Scrabel virtual, siempre suponiendo que armar palabras hace bien, que el cerebro de un viejo se ejercita. En realidad, presuponiendo, o confiando en algún artículo de ciencia barata o en algún reel pedorro de Instagram. Cada vez me pasa más que la gente (¿ o quizás yo mismo?) repite “verdades” de anónimos de Instagram con delirios de fama y canjes: “entrenar con juegos de razonamiento lógico nos aleja del Alzheimer”. De ese ritual de la vida en pandemia aún no me pude escapar, como tampoco pude hacerlo de la radio AM encendida después de que te vence el primer sueño y te atrapa con el primer despertar. Ese primer despertar atrae los pensamientos de la noche plagados de paranoias, miedos, broncas y rencores y, uno tibiamente pretende taparlo con la voz de un locutor que cuenta, casi invariablemente, malas noticias, porque este es un país de malas noticias que habita un mundo de malas noticias. Paraiso, granero del mundo y de fucking malas noticias. Entonces, otra vez un ritual tapa cosas. Tardé bastante, la verdad, para animarme a romper un poco todos los automáticos que se me suelen disparar. Es un combate permanente. Las miradas compulsivas al celular, el intento de lectura de noticias. Las noticias del país, como dije, son malas, pero las seleccionadas por mí, o, mejor dicho, por el algoritmo en mi celu que dice que seleccionó esas noticias porque “yo las leería”, son definitivamente estúpidas. Por eso las leo.

Demoré un poco más, no es fácil. Finalmente subí a mi oficina y prendí la notebook.
En algún rapto de lucidez construí en mi casa un lugar que es sólo para mí. Mi oficina está llena de libros que dejé de leer, dvd´s de películas clásicas que dejé de ver, cajas de herramientas que casi dejé de usar, fotos familiares que piden atención, algún dibujo, algún estante caído, y un desorden algo caótico que, cada tanto reconvierto en prolijidad. Se me ocurre que, un poco, esa oficina soy yo y mis pensamientos guardados en alguna parte de mi cuerpo. Si yo fuera yo, estaría desesperado por investigar qué hay allí escondido. Pero me doy cuenta que, finalmente, yo soy yo y elijo mirar tele en mi sillón del tipo "Friends".

En mis laburos también tengo lugares que son “sólo para mí”. No me encuentro pensando en este momento en las clases que voy a dar hoy (o sí las pienso pero no siempre exactamente hago lo que pienso). También planifico, porque créanme, lo vengo intentando, reescribir viejos textos guardados (en mi oficina, naturalmente) pero al mismo tiempo también pienso en la absoluta inutilidad de hacerlo. ¿Para qué?¿Para quién? Recién después de vencer todas esas resistencias decido ver qué fue lo último que escribí desde cero. Una resonancia vacía, un estertor de sentimientos escondidos en un título sin contenido. Lo abro y efectivamente lo compruebo: no hay nada. ¿Qué habré querido escribir y no habré podido? ¿Qué me resonaba ese día y finalmente reprimí? En el archivo de al lado, cual designio de mi drive de Google, aparece un texto de Marguerite Duras que habla sobre escribir: “ ...Si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena”. Podría haber aparecido un trabajo práctico de algún alumno tratando de zafar pero no, ahí está Marguerite Duras, justificándose y justificando mi momento.

Entonces, parece que, por ahora, no va a existir un fácil orificio de salida para mis pensamientos, aunque algo me hace ilusionar de que tal vez sí...
Sé que están ahí, agazapados, atormentándome todavía un ratito más. ¡Salgan, hijos de remil puta, decídanse a hacer catarsis!



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