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Cafayate

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Por Claudio Sprejer  Durante todos estos años en los que, en paralelo a mí actividad docente,  decidí ir plasmando escritos, en algún libro editado,  en artículos, en relatos sin un norte determinado (el eterno pedido de los profesores de literatura de tener un "hilo conductor " al que naturalmente me resisto), novelas sin terminar,  un blog y alguna que otra poesía, cada tanto me pasa que,  si alguien lee algo de mi producción,  me pregunta, dependiendo de la edad del inquisidor: "Profe, ¿eso que leí de la chica que le pone el revólver ahí,  le pasó de verdad?", o tal vez provoca alguna afirmación del tipo de "cuando estoy leyendo,  es como si te estuviera escuchando hablar", todas cuestiones halagadoras,  pequeños triunfos cotidianos pero que me han obligado,  a veces incluso con alguna dificultad, a aclarar que, si bien siempre hay algo de uno en lo escrito,  los hechos en general suceden en la cabeza del escritor,  y quizás tengan que ver con la necesi

Salta

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 Por Claudio Sprejer  Me gusta viajar. ¿Me gusta? Pensé: viajar (solo) es un ejercicio,  como los que hacen running, como me convencían durante cientos de páginas las palabras de Murakami,  y uno, a través de su lectura fantaseaba con vivir la misma sensación que soltaban sus palabras. A decir verdad me sentía un poco frustrado,  extrañando la comodidad de mi casa, de mi lugar seguro. El personaje que conocí estaba solo, como yo, tomando un cafecito frente al Convento San Bernardo, cerquita del centro Salteño.  La mañana invernal estaba nublada, apacible. Yo venia de estar puteando contra las aglomeraciones de gente y la fila interminable que se había formado para subir al teleférico.  El efecto del desborde vacacional,  la ansiedad porteña y un resabio angustioso producto de mi provocada soledad,  me había poseído, pero al mismo tiempo me encontraba pensando que, de haber estado acompañado,  seguramente hubiese caído en la hipocresía de simular lo lindo del lugar y hubiese hablado de

Luna de Paraguay

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Por Claudio Sprejer   El 110 vino al toque, al punto de que me obligó a hacer un trotecito cruzando en verde la Avenida Nazca, quizás provocando la puteada de algún ciclista desprevenido que, pedaleando casi dormido habrá visto a una mole cruzar torpemente en penumbras. Las 6,30 A.M. son un poco crueles, frías, depresivas.  Me subí , sin barbijo, desubicado. Me senté dos filas detrás de la segunda puerta. Fantaseé con mirar el celular - últimamente me aburre -, fantaseé con dormir - imposible -. El bondi vuela, ya estamos sobre el Metrobús de Juan B. Justo, ¿ese que subió es mi alumno? - no quiero hablar con nadie y mucho menos de compromiso -  Me parece que sí, menos mal que entre el barbijo que me acabo de poner y el gorro, él no se va a dar cuenta que soy yo, o quizás él tampoco quiera hablar con nadie.  Canning y Corrientes. Sube una maestra que conozco. Sonríe sola. Debería hablarle, pero soy vergonzoso (al límite de la cobardía). ¿Cómo voy a hacer para sostener una conversación

Suave

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 Autor: Ian Evers Hoy en día, todas las instituciones administran su información a través de un sistema informático. Las escuelas usan páginas web para guardar las calificaciones de los alumnos, las denuncias a la policía se guardan en una base de datos, y quedan ahí para siempre mientras el servidor donde estén guardadas no se queme, se rompa, o explote. De la misma manera se almacenan las visitas al médico, y las operaciones a realizarse en un hospital. En este caso en particular, el hospital en el que trabaja Sebastián hace unos meses, se encarga de arreglar pequeños errores en el sistema, que suelen aparecer cuando alguien ingresa mal algún dato y hay que corregirlo. Puede parecer irresponsable que una institución le dé la posibilidad a una persona de borrar información importante de cientos o miles de personas, pero en realidad no es muy distinto de como funcionaba hace años, cuando un empleado piromaníaco podía eliminar todo registro que conectaba a un ser humano con una organiza

El buscador de agradecimientos de Almagro

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Por Claudio Sprejer En un mundo en donde grandes políticos asumen gestas heroicas tal como afrontar una guerra o combatir la hiperinflación, grandes deportistas corren bravíamente detrás de una pelota o astutos pastores dicen sacrificarse por el prójimo, uno podría caer en la reducción de atribuir estos comportamientos  a la sola ambición de poder. Sin embargo, existe entre estas personas otro denominador común: la constante búsqueda de agradecimiento, el hecho de generar la necesidad de que pueblos enteros los veneren por haber ganado las elecciones, haber hecho un gol de penal o haber logrado redimir a un pecador. Lo antedicho nos podría hacer suponer que, para lograr el agradecimiento de la gente deberíamos encarar grandes gestas, o llegar a ser triunfadores en algo alguna vez. Nada más equivocado. Si bien hoy en día todos nos quejamos por la falta de cortesía (ya demodé) de la gente y en general nunca logramos que nos digan gracias ni siquiera cuando abrimos la puerta de un ascenso

PST (apodos que atrasan)

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Por Claudio Sprejer En memoria de Marcelo Sch. Con “Cara con manija” compartíamos la hora de descanso entre las materias de la mañana y los talleres de la tarde. Habitualmente caminábamos desde el colegio a un bar de estudiantes en donde vendían los mejores sándwiches de milanesa completos de los que tengo recuerdo y que además, acompañábamos con enormes licuados de banana con leche. Comíamos parados y de apuro volvíamos al colegio. Durante el trayecto de ida y vuelta al bar teníamos las conversaciones más desopilantes, que derivaban en una especie de teatralización, parodiando situaciones de colegio en donde, invariablemente, terminaban luchando entre sí los superhéroes (nosotros) contra los docentes y/o preceptores (cuyo eje del mal era encabezado por la profesora Ponk (una célebre y maltratadora profesora de Dibujo Técnico responsable de gran parte de nuestras angustias) y el profesor Zant (quien había tenido la singular característica de enseñar la matemática de la manera más revul

Rosario

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Por Claudio Sprejer Durante muchos momentos de este viaje, recordé a mi nueva compañera de terapia de grupo porque habló de "constelar", como un mecanismo que sirve para hacer un viaje a nuestro pasado y así "destrabar" cuestiones propias que nos angustian y, porqué no decirlo, nos atormentan. Cuestiones de la mente que nos atacan, fundamentalmente por las noches, pero que también se nos presentan cuando nos permitimos estar en silencio, atreviéndonos a apagar la tele o a desprendernos de Dolina en Spotify de madrugada, cuando nos la jugamos a no apelar a ningún recurso fácil que nos impida el pensamiento y el conectarnos con nuestros sentimientos. Constelar sería la solución, culpar a nuestros antepasados, a nuestra genética, a los abuelos y bisabuelos que huyeron de Sataniv porque además de perseguirlos y abusarlos (como mi bisabuelo Froim Hersch a quien, según contó la prima hermana de mi papá cuando la conocí por primera vez a sus 94 años, mientras se fumaba un